Esas marcas blancas
La educación sexual sobra, es mediocre, es forzada. La forma de aprender es respetar el cuerpo y para eso no se estudia, se siente.Este artículo fue publicado en el diario Crítica de la Argentina el día 2009-04-25 03:00:00 +0000
“Sobresale un pelado cuando usa peluquín”, me dijo alguien un día.
Mujeres que miran de reojo a muchachos jóvenes que salen del trabajo con la camisa desabrochada y la corbata baja. Hombres que miran descaradamente a una adolescente con pollerita escocesa mascando chicle. Pendejos de quinto año que pasean por una plaza y se codean cuando ven a una cuarentona tetona tomando sol. Viejas que se ríen nerviosamente cuando, caminando por Cabildo, las sorprendió una grabación para una publicidad de blue jeans donde el modelo muestra con placer y descaro sus increíbles abdominales de fierro, sus bíceps de Tarzan boy y su carita de pícaro. Chiquilinas que se tiran de los pelos porque salió a saludar desde el piso 20o de algún hotel internacional un Ricky Martin o un Luis Miguel. Viejos putos que van solos al cine a la función de las 12.30 para ver Matrix o El club de la pelea y tenerlos a Keanu y a Brad sólo para ellos. Tortilleras gritando y alentando a Las Leonas que más que interesadas por su juego se relamen con sus gambas. Todos, todos, un poco a escondidas y un poco sin esconderlo, deseamos a alguien en algún momento del día. En algún momento de la vida.
Hace unos meses en esta misma columna, hablé de lo calientes que vivimos los argentinos, la triple moral, el doble discurso y toda esa cháchara. Basta con ver alguna película de Olmedo y Porcel con Moria y Susana para entender de dónde se arrastra ese discurso hipócrita, la negación del placer, la existencia del pecado, el gusto por lo prohibido, la carne que llama o el fetiche de las pulposas y el nabo que las acosaba. Hoy en día, un personaje como los que hacía Olmedo cuando no dejaba de joder, molestar y toquetear a las yeguotas estaría preso luego de haberse comido una denuncia por acoso sexual.
¿Está mal sentir calentura?, ¿quién decide a qué edad se puede o no estar caliente?, ¿quién determina qué preferencia sexual empata con cuál?, ¿quién establece que es inmoral o de mal gusto?
Todo eso viene a cuento porque hace unos días, almorzando con una amiga y su hijo de quince años en un coqueto restó de Barrio Norte, fui parte de un diálogo por demás absurdo entre ella y yo. Resulta que en la mesa de al lado había una mujer de unos treinta años con un vestido blanco escotadísimo. El vestido era divino, sexy, fino y ella también, pero a mí, como buen puto, me molestó un pequeño detalle: había tomado sol con el top puesto y se le veían las horrendas marcas blancas de los ahora ausentes y tan presentes breteles del bikini. ¡Qué lástima!, por taparse se le vio algo peor. Por supuesto que se los comenté a Silvia y a Tomi, su nene de quince. Inmediatamente se produjo la discordia; yo decía que la mina debería haber tomado sol sin top y Silvia defendía el pudor que supuestamente había tenido la susodicha al broncearse. “Perdoname, a mí me daría vergüenza hacer topless y más delante de mis hijos”, escupió casi con violencia Silvia. “Está bien, pero entonces no seas boluda y no te pongas ese vestido”, retruqué yo. “¡O maquillate las marcas!”, rematé. Tomi me miró con cara de “¡no podés ser taaan puuuto!”, por lo del maquillaje de las marcas; me intimidó, quedé mudo y el tema de la mina, los breteles y el top o topless murió ahí… pero yo seguí matracando.
¿Por qué las tetas, que son el primer acto de amor, lo primero que chupamos, resultan ser pecado o de mal gusto o chabacano?, ¿por qué está instalada la vergüenza de mostrarlas? Enseguida se me viene a la cabeza la playa de la Casán, esa que proponía como novedad, hace no tantos años, el topless como algo natural. ¡Qué quilombo se armó!, y de eso no hace tanto… ojo.
¿Cuánto falta para seguir asumiendo lo que falta asumir? ¿Cuánto falta para derribar las muchas barreras y vergüencitas con las que cargamos? ¡Tan difícil es admitir de una vez que el desnudo es sano! Y hablo del desnudo y no de estar en pelotas. Siempre discuto que no es lo mismo decir “en pelotas” que “desnudo”. El desnudo es maduro, el estar en pelotas es infantil. Por decir en pelotas, por tapar lo que creo no hay que tapar es que sigue creciendo el morboso, el degenerado, el abusador, el violador, el voyeur. Y de todo lo anterior hay hombres y mujeres. El desnudo es hermoso, despojado y el estar en pelotas es antiestético y viene cargado.
Soy muy morboso. Alquilo, compro y consumo porno. Me encanta pispear, me caliento en la calle, me he masturbado en cines, grito piropos a hombres y a mujeres y cuando tengo sexo soy bastante chanchito y degenerado. Pero lo llevo con madurez, por eso es un juego, es una herramienta, un recurso, es lo que me divierte y queda en eso nomás. Queda en eso porque lo llevo sin culpas, lo he canalizado, lo he amasado, lo tengo desarrollado sanamente y lo comparto. Queda en eso porque lo puedo escribir en los diarios, decir en la tele y comentar en la radio. Queda en eso porque no siento vergüenza, ni pruritos, ni codeo, ni miro solo mientras me babeo; queda ahí porque lo comparto. Si más bien lo comparto y al compartirlo lo blanqueo, lo purifico en cierta forma. A mí me rebota y que no le explote a nadie, ése es mi deseo. Eso me lo enseñó la prostitución, cuando la ejercía como comprador y como vendedor. Por eso disfruto de todos en la calle, por eso me deleito y juego como loco con los cuerpos. Por eso no me río nerviosamente.
No me río nerviosamente cuando se me cruza un striper filmando, no voy sólo al cine para masturbarme mentalmente con chongos hollywoodenses, no espero a Ricky dos días hasta que se asome por la ventana del piso 20o, y no miro fútbol para en realidad mirar al jugador; mi juego es más bien acostarme con el jugador. Cuando tenía siete, jugaba con compañeritos y compañeritas de colegio al doctor y, lo confieso, por eso ahora me río con placer y cierta nostalgia, pero nunca nerviosamente, por eso me resbala, me rebota y espero que a usted, que a lo mejor también lo hizo, no le explote, porque es natural y sano. Quedo ahí. Lo disfruté cuando lo hacía y por eso ya no tengo la necesidad de hacerlo más. Quedo ahí. A mí me rebota ver a la mujer sin top, me rebota ver cómo dos se besan apasionadamente, me rebota hablar a calzón quitado, me rebota ver un culo, un torso o una gamba y espero que a nadie le explote más… es mi deseo… que nadie se ría nerviosamente nunca más. Ese día se acabará la perversión mal parida, malsana, jodida y asesina.
La educación sexual sobra, es mediocre, es forzada. La forma de aprender es respetar el cuerpo y para eso no se estudia, se siente. Pero se siente sin loritos que te hablen de pruritos; sin moralistas que te pongan límites en listas; sin susurrar sino más bien hablando al pasar; sin pispear con culpa sino mirando con ternura y, por qué no, con calentura; sin usar la ropa para taparse sino para mostrarse. Y todo esto, sin reír nerviosamente.
¡Cuánto mejor le hubiese quedado el vestido a la fulana si le hubiese resbalado el top!, y si le hubiese resbalado el top a mí no me hubiese explotado el comentario de mierda de las horrendas marcas blancas. Esas horrendas marcas blancas que delataron su pudor, esas horrendas marcas blancas que la desnudaron por fin y la mostraron tal cual es, esas marcas blancas que la descubrieron por fin para mí, esas horrendas marcas blancas por las cuales se creyó cubierta, esas horrendas marcas blancas que gritaban el miedo que nos tenemos, esas marcas blancas que no la completaban…, más bien la partían, la desarticulaban, esas marcas blancas por las que puedo hasta ver el top que uso, esas marcas blancas por las que seguramente algún pajero rió nerviosamente. Esas horrendas marcas blancas que seguramente, en algún rincón de mi cuerpo, también tengo yo.