Las alimentadoras de gatos

Fernando Peña

Este artículo fue publicado en el diario Crítica de la Argentina el día 2009-05-11 03:00:00 +0000

No existe nada más patético que las mujeres que les dan de comer a las palomas y a los gatos. La fotografía es habitual y común: en cualquier esquina o cuadra de Buenos Aires se ven esas mujeres que son mitad cirujas, mitad solteras con una pizca de viudas visitadas con poca frecuencia de la cintura para abajo que reemplazan actividades productivas con la alimentación demagógica y quitaculpas de alimentar bichos de la calle. Es triste, irrita, enoja y causa impotencia ver cómo esas brujas cachavachas encorvadas, sucias y desaliñadas desperdician su vida y su tiempo en esa tarea que seguramente las llena de orgullo y dignidad mientras desde afuera lo que se ve es totalmente lo contrario. Se ven vacías, solas, desequilibradas y locas. Se ven enfermas, carentes y desquiciadas. Las mujeres que alimentan bichos son como una raza aparte. Las mujeres que alimentan bichos me dan vergüenza y me dibujan una eterna decadencia. Son más indignas y pobres que las pobres mujeres que piden limosna. Estas últimas son más respetables que las alimentadoras de bichos, por lo menos obtienen algo, por lo menos se benefician con algo y además son pintorescas, le otorgan algo a la ciudad… son otro tipo de fotografía, más alegre o más común si se quiere. Las otras dan lástima, y están contentas dando lástima. Están conformes y felices cumpliendo con ese rol de víctima.

Hablo de ellas porque ayer me pasó algo muy desagradable. Fui a comprar pastas a Martínez y vi en una esquina a una señora que alimentaba gatos con carne picada cruda, su cara me resultó familiar pero seguí caminando sin prestarle demasiada atención. Seguí caminando por la calle Alvear y de pronto escuché que me gritaban: “¡Fernando!”, me di vuelta y era la alimentadora de carne picada cruda. Su nombre no tiene importancia ni hace al caso, llamémosla la alimentadora. La alimentadora había sido una señora paquetísima de la zona, elegantísima, tenía cuatro hijos, eran socios del SIC, vivían en una casa con pileta, ella jugaba a la canasta, el marido era presidente de no me acuerdo de qué compañía… en fin, todo el circo y el corso, pero más allá de eso la alimentadora era una mujer coherente, agradable y estaba en sus cabales. Me acerqué lentamente, y lo primero que me impresionó fue la mirada perdida, ausente, la sonrisa lánguida. Se notaba que hacía varios meses que no pasaba por la peluquería, las canas descuidadas lo decían todo. Sus manos también necesitaban un poco de cuidado y tenía una uña rota, lo noté porque tenía una curita en un dedo. En seguida empezó con la cantinela de que se le había muerto el marido y que sus hijos se habían casado y que no le daban bola y que había tenido que vender la casa y que ya no veía mucho a nadie porque ya nadie la llamaba por teléfono y que estaba mal de salud y que estaba deprimida y que hasta hacía poco tenía un gato y que se lo había pisado un auto y laralaralara…

A todas las mujeres se les puede morir el marido y que los hijos y que el gato y que las amigas y laralaralara… pero la actitud es otra cuando la mente está sana.

La escuché, le dije a todo que sí con la cabeza y me rajé. Caminé rápidamente por Alvear tratando de que se me despegara todo ese vaho de energía endemoniada y castigada. Rogaba que se olvidara de mi cara y de mi nombre y que no me reconociera nunca más, qué porquería de forma de vivir, qué recurso espantoso, tratar de pasar la vida olvidando el pasado, enterrando quien uno ha sido, llorando y quejándose por su existencia, alimentando gatos callejeros, pensando que así será santificada o rescatada por Dios.

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